Alberto Chávez es el luthier más renombrado de la ciudad de Posadas. De sus manos han nacido las guitarras españolas y las arpas con más demanda de la región. Inclusive, músicos de todo el país y de Europa vienen a hacer sus pedidos al taller del barrio Palomar, donde este artesano de la madera y el sonido crea desde hace más de cuarenta años. Esta nota intenta dar a conocer sintéticamente los caminos de un referente de nuestra cultura litoraleña.
El encuentro:
Primeras impresiones“No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire, propiamente del aire.”Juan Gelman, Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota), Roma, 1980.
En cuanto llego frente a la puerta de Pedro Méndez 1919 (Barrio Palomar), antes de tocar el timbre, oigo una voz que viene de arriba: “
¡ya va…!”. La voz es de
Julio Chávez, hijo de
Alberto Chávez. Éste último, el hombre al que yo busco.
Con don Alberto habíamos pactado el día anterior charlar sobre su vida:
-
Vení mañana a partir de las cinco de la tarde y hablamos –me dijo con mucho interés, después de interrumpir por un momento su trabajo.
En ese domicilio tiene su taller desde hace más de cuarenta años. En el frente reluce un cartel pequeño con la inscripción
“Casa Chávez, artesanía en guitarras”: pues este hombre de 71 años se dedica desde gurí al arte de construir y reparar guitarras, arpas y requintos, y por supuesto a la venta de los instrumentos (profesión conocida como LUTHIER). Allí vive y crea desde que llegó a Posadas, luego de un forzoso itinerario.
Y ahí estoy yo, a las 17.40 hs. El mismo Julio me abre la puerta del costado.
“Pasa nomás, vos ya sabes por dónde”, agrega mientras estira su brazo para saludarme. Entro. El pasillo es bastante oscuro.
“Mi papá te está esperando arriba” me dice señalando con el dedo índice. Subimos por unas escaleras de baldosas rojas. Son tres pisos. El olor a madera y pegamento se huele desde los primeros escalones de la planta baja. Cuando llegamos al último piso, donde está el taller, franqueamos la puerta y ahí está toda la familia, sentada, tomando mate alrededor de la mesa.
Don Chávez se levanta de la silla para saludarme, con una sonrisa amplia. Estrecho su mano derecha, dura, áspera, surcada por el trabajo de años. Su estatura es mediana; su tez, trigueña.

-
¿Cómo estás? Vení, sentate –dice cordialmente.
-
Bien don Alberto –respondo-.
¿Y usted? Pregunta que suena como simple formalidad porque no la responde. Solamente me acerca una silla.
No me siento hasta saludar a todos. Está su mujer, Elsa Antonia, cebando mates. Y sus hijos: Luís Alberto, de 35 años, sentado en la computadora, a un par de metros; Julio Cesar, con 34 años, que me acababa de abrir la puerta; y Walter Omar, el más chico, de 25 años.
Me siento y observo el lugar. Hay una mesa de trabajo en el medio del salón con muchas herramientas. En uno de los vértices, apoyados contra la pared, reposan dos elegantes arpas. Algunas guitarras en proceso de construcción, sin cuerdas ni pintura ni clavijas, dan la impresión de ser objetos sin posibilidad de uso alguno. En cambio, a pocos metros, hay dos terminadas, que lucen lustrosas su transformación de objetos a instrumentos.
Don Alberto se acomoda en la silla, frente a mí, con el torso para adelante, como ansioso por el comienzo de la charla. La camisa a rayas y el jean gastado. El pelo castaño oscuro, húmedo y peinado para atrás. Los ojos levemente hinchados, de recién levantado de la siesta.
-¿Por dónde empezamos? –pregunta entusiasmado.
Apenas saco el grabador de mi bolso y lo pongo en la mesa, se apura:
-Primero charlemos un poco y… ¿o estás apurado?
-No no, para nada don –le aclaro. Es sábado a la tarde, no me preocupa en lo más mínimo el tiempo.
Los olores a madera, barniz y alcohol (tiner o algo por el estilo) son fuertes y entremezclados. Advierto un recipiente ubicado en la mesa de trabajo y algunos tachos amarillos, que parecen de pegamento, debajo de la misma. Al frente y a mi derecha están los ventanales por dónde entra la luz final del día, pálida, molesta, resistiendo en las paredes blancas del interior. Pronto habrá que encender la otra luz… En el piso rojo, hay rastros de viruta y polvillo atribuibles a las limadoras y lijas postradas en la mesa. Y yo, chupando mi primer sorbo de mate amargo de la tarde.
-Es con yuyo –me advierte la señora.
-Sí, me gusta –explico y tomo con gusto.
El mate es grande. La yerba, espumosa. La bombilla, de alpaca. El agua, a punto.
Don Alberto comienza hablando de sus antecesores. De cómo, en su familia, el arte de construir guitarras y arpas, entre otros instrumentos de cuerdas, fue transmitido de generación en generación:
-Yo soy de la tercera generación; y ellos –dice señalando orgulloso a sus hijos- ya son de la cuarta.
Prendo el grabador y lo dejo nuevamente, en la mesa, apuntando hacia él.
Me habla de su abuelo. Un español que vino a finales del siglo XIX, como tantos otros europeos, corriendo del desempleo, las guerras civiles, el hambre, y se estableció en el pueblo paraguayo de Luque. Que trajo consigo –entre otros oficios- el arte de su tierra: la luthiería.
-Antes había que traer de España las guitarras. No se fabricaba por acá. Y de a poco se fueron enterando en Paraguay de que mi abuelo fabricaba.
Agarra el mate, lo toma en dos sorbos y se lo devuelve a su señora. Uno de sus hijos prende la luz. Ya está oscuro.
Continúa hablando de su padre. Éste, hermano de seis varones más. Los siete fueron aprendiendo el oficio desde pequeños. Realmente se fueron constituyendo en una familia de artesanos, los primeros del territorio. La dignidad de la familia se iba fortaleciendo día a día, con las propias manos. Y el resultado del trabajo poco a poco se traducía en reconocimiento por parte de su pueblo:
- Y desde ahí todos buscaban las guitarras “Chávez”.
Su mirada busca en el aire los recuerdos. Luego se interpela a él mismo: “¿y después…?”. De pronto se detiene. El rostro cambia y se endurece. Y en un tono bajo, casi balbuceado me pregunta:
-Lo de la revolución ¿no vamos a contar eso no cierto?
-Sí. Creo que es importante –le respondo conciente de lo dificultoso que resulta tocar el tema.
Aquella revolución que aún duele. Él se refiere a la Revolución del ’47, sofocada por “los colorados”, y a todo lo que la derrota trajo, para sí mismo, para su familia, para su pueblo, para su país.
-Cuando la revolución cambió todo –dice sin reparos-. Mi familia era liberal; tuvieron que correr. Sino corrías te “liquidaban”. Los “colorados” robaron, mataron, violaron… Qué lo que no hicieron…
Esos años fueron difíciles, marcaron a fuego su niñez y adolescencia:
-Cuando escuchábamos con mi hermano que venían “los colorados” nos escondíamos bajo la cama…
Pienso. Escucho. Tomo un mate. El grabador graba y graba. La historia es increíble, compleja, desgarradora. Continúa hablando. De su arte, de sus guitarras, de sus hijos. Del Paraguay querido y perdido y del presente conquistado.
Su relato es un hilo, a veces fino, delicado, y a veces enredado, anudado por tramos.
Pienso. Escucho. Anoto frases sueltas. El grabador graba y graba. Él prosigue:
-Y yo miraba Posadas desde allá enfrente (Encarnación)… Hasta que un día, una vez que salí de la colimba, con lo puesto nomás eh, un pantalón y una camisa, crucé en bote a “La isla Cañete”; y de ahí a Posadas.
Su entonación subraya este recuerdo con melancolía y ambigüedad, pues agita dos sentimientos encontrados: por un lado, aquel aventurerismo irreverente propio de juventud, que se impone como forma de rebelión ante la adversidad, como acto de liberación; por el otro, el ineludible desgarramiento que implica dejar atrás la tierra, la patria madre.
Finalmente, con la mirada al piso, sobreponiéndose de un breve y pesado silencio, agrega:
-Es que en el Paraguay ya no había posibilidad de futuro…
Desde entonces –y después de años de sobrevivencia en su propio país- tuvo que aprender el oficio obligatorio del exilio: sobrevivir en el país ajeno, bajo la lluvia ajena…
Alberto Chávez, trabajando con su hijo Luís Alberto
Bosquejo de la historia Alberto Chávez nació el 2 de julio de 1938 en Luque, un pequeño pueblo del Paraguay. Su madre lo abandonó poco tiempo después de dar a luz, quedando así bajo la protección de su padre Ambrosio Chávez.
La familia se dedicaba a diferentes oficios artesanales: armería, herrería, relojería, carpintería, entre otros. Pero, especialmente, se destacaban en la luthiería.
Don Sebastián Chávez, abuelo de Alberto, había emigrado de España a finales del siglo XIX, para establecerse en la tierra guaraní. Desde allá trajo consigo todos los secretos del arte. Se transformó en un pionero cuando, a partir de los primeros años de su llegada, comenzó a construir todo tipo de instrumentos musicales.
Luego de años de trabajo, los Chávez se transformaron en los primeros proveedores de guitarras, arpas y demás instrumentos de cuerda, en toda la región. Ganaron prestigio y admiración de inmediato, pues el resultado de sus trabajos era de primera calidad.
Alberto aprendió el oficio en medio de toda esa atmósfera creativa y de mucho esfuerzo. Desde pequeño ya ayudaba a su papá, abuelo y tíos en la tarea diaria del taller.
Pero lamentablemente, cuando la familia pasaba por su mejor momento laboral y económico, sufrió las consecuencias de la violencia política que asechaba al país. El intento revolucionario encarado por Febreristas, Liberales y Comunistas en 1947 (ver a parte), finalmente sofocado por “colorados”, los había expuesto a las represalias de los contrarrevolucionarios. En menos de un año fueron totalmente saqueados: robaron todas las pertenencias de la casa y el taller, y lo que no pudieron llevarse, lo destruyeron. Como resultado sobrevino la pobreza, el hambre, el dolor y la disgregación familiar. Alberto quedó solo con sus abuelos y su hermano mayor. Todos los demás integrantes de la familia, incluido su padre, habían huido al exterior para no ser masacrados.
Tres años más tarde, murió don Sebastián: no logró soportar tanta desolación. Este hecho significó un giro determinante en la vida de Alberto. Ya no había más nada que hacer en ese pueblo.
Viajó a Asunción. Trabajó algún tiempo en tareas extenuantes y de poca renta. Decidió que la única oportunidad de sobrevivir al hambre y el frío de la calle era alistarse en el ejército. Tenía nada más que 15 años. Hizo un año de voluntario y dos de servicio.
Transcurridos el servicio, salió de la conscripción y decidió quedarse en Encarnación, ciudad donde había sido trasladado el último año. En los primeros meses, trabajó de lo que pudo; pero la situación económica del país se desplomaba día a día en manos del régimen de Alfredo Stroessner.
En 1957, sin más posibilidad de reorganizar su vida, cruzó en canoa a Posadas. Tenía la esperanza de encontrar un buen trabajo, mejorar su situación, ahorrar y construir un taller como el que supo tener su abuelo alguna vez. Anhelaba poder dedicarse al arte que había aprendido desde chico; concebía a la luthiería como su razón de ser en el mundo, por lo tanto, era lo único que esperaba para el futuro.
Una vez que llegó a Posadas intentó trabajar con un tío que residía en la ciudad.
En el medio de este período emprendió la búsqueda de su madre, quien vivía en alguna parte del interior de Misiones. La encontró pero ella no quería saber nada de él. Alberto sufrió así el segundo abandono por parte de la mujer que le había dado la vida.
Al poco tiempo, se dirigió al Alto Paraná. Por aquellos lados trabajó en los yerbales y posteriormente en una fábrica de terciados. Pero no pudo lidiar con los peligros que significaba vivir en el monte. Luego de asistir a un hecho de violencia decidió tomar otro rumbo.
Volvió a la capital. Alternó en algunas ocupaciones en el puerto; luego trabajó de obrero en una construcción. Su vida era tan dificultosa como la de los miles de hombres que deambulaban por la provincia intentando vender su fuerza de trabajo para subsistir.
Por aquellos días, Alberto se había convencido de que su propósito, el de vivir de su arte, en realidad estaba lejos. No obstante, seguía luchando, como impulsado por un reflejo inconsciente, ajeno a él.
Hay un luthier en Posadas Camino al trabajo, Alberto solía pedirle el diario a un canillita conocido, para ojearlo un poco. En una de esas ocasiones, vio un aviso que le llamó la atención: se solicitaba lustrador para una mueblería del barrio Palomar; el nombre de la mueblería era CHUMAPA. Inmediatamente acudió al lugar. Quedaba a una cuadra de la avenida Uruguay. Al llegar, desde afuera nomás, sintió el olor a madera que le resultaba tan familiar. Golpeó la puerta, nadie le contestó. Abrió y miró para adentro. El taller era amplio; había unas veinte personas trabajando. Entró. Se acercó hasta uno de ellos y le preguntó por el encargado o dueño: lo hizo pasar al fondo. Un hombre campechano, de voz ronca y voluminosa, lo recibió:
-Si, ¿qué buscas? –preguntó.
-Vengo por el aviso del diario -respondió tímidamente Alberto.
-Ah sí pibe. Vení por acá.
Estuvo una jornada a prueba. El dueño se sorprendió por la destreza de Alberto. Obviamente lo contrató.
Luego de un tiempo de trabajo, el patrón de de la mueblería, le hizo una propuesta:
-Mira pibe, teniendo en cuenta tu capacidad, quisiera que vos le enseñes a lustrar a los nuevos contratados. Vamos a poner más avisos en el diario, y a los que vengan, vos le enseñas. ¿Qué te parece? ¿Estás de a cuerdo? Mira que te vamos a pagar el doble.
-Sí, esta bien señor –asintió entusiasmado Alberto-. No tengo problema.
De repente, las cosas empezaron a funcionar. En un primer momento, Alberto tuvo a su cargo un grupo de nueve hombres, que más tarde superó los quince; les enseñaba la técnica del lustrado, con el objetivo de transformarlos en mano de obra eficiente para la empresa. Con esta tarea alcanzó un ingreso económico más de acorde, que le posibilitaba vivir mejor.
Alquiló una piecita en la calle Pedro Méndez, a dos cuadras de su trabajo. Era pequeña, humilde. Entre esas cuatro paredes, con el material que podía sacar de la mueblería, construyó una guitarra a mano, pues no tenía más herramientas que su cuchillo y unas limas. Ese fue un verdadero acto de liberación para Alberto; un reencuentro profundo con su esencia artística, con su orgullo.
El sueño de vivir de su oficio, de lo que él había aprendido desde gurí, asomaba con fuerza nuevamente: había podido demostrarse a sí mismo que podía y que era lo único que lo proyectaba.
Lo que alcanzaba ahorrar, lo guardaba para comprarse herramientas. Y en los ratos libres, se dedicaba por entero a su proyecto personal. Los compañeros lo invitaban a tomar algo luego de la jornada y él decía que tenía cosas para hacer. En otras ocasiones, decía que estaba cansado o que le dolía la cabeza. Cuando le pedían para ir a conocer el lugar donde estaba viviendo, él respondía con una negativa o eludía la responsabilidad. Nunca tenía tiempo para las amistades y el entretenimiento. Algo raro pasaba; siempre había una excusa. Además, era imposible averiguar en qué andaba o por qué actuaba de esa manera.
Mientras todos pensaban que simplemente era retraído y solitario, Alberto trabajaba sin descanso en su pequeña pieza, con lo que tenía a disposición.
En una oportunidad, conoció a un profesor de guitarra llamado Adolfo Vallejos, quien vivía en Villa Sarita; le comentó sobre lo que estaba haciendo pero que aún todo era incipiente. Vallejos, admirado, inmediatamente le ofreció ayuda: empezó a mandar a sus alumnos para que Alberto les arregle los instrumentos y así ver cómo éste trabajaba.
Al poco tiempo, comenzó a construir, discretamente, algunas guitarras a pedido. Primero, la noticia se expandió en un círculo pequeño, de músicos nada más. Todos reaccionaban con incredulidad cuando oían el rumor: un tipo que venía de otro lado y hacía guitarras de primer nivel, en una habitación de dos por cuatro ubicada en el Palomar, con tan sólo algunas herramientas, sonaba como una descripción un poco rimbombante, casi ficcional. Cuando lo comprobaban, quedaban maravillados.
El dueño de la casa donde Alberto alquilaba, se llamaba don Romero. Era un anciano amable que vivía solo y atribulado por una cruel enfermedad cutánea. Había enviudado pronto, por lo que estaba habituado a los sinsabores de la soledad. De ese matrimonio habían nacido dos hijos, un hombre y una mujer. Ambos se fueron de la casa una vez que cumplieron la mayoría de edad. Años más tarde, cuando estos se enteraron de la enfermedad del padre, ninguno se hizo cargo. Frente esta situación de abandono, Alberto se propuso cuidar de él. Tal vez veía en ese pobre viejo la imagen derrotada de su abuelo Sebastián.
Todos días lo aliviaba con remedios caseros, yuyos, plantas medicinales; se transformó en un compañero inestimable. De a poco la salud del hombre parecía mejorar.
No obstante, don Romero sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Decidió que la mejor forma de agradecerle a Alberto tanta generosidad era donarle su propiedad: estaba convencido de que lo merecía más que sus propios hijos. Le envió una carta a ambos donde manifestaba la decisión irrevocable: su hija supo comprender; no así el hijo, quien puso trabas en el traspaso de bienes.
Finalmente, la transferencia pudo concretarse y Alberto heredó la propiedad. Meses después, don Romero murió en su cama, con una expresión de calma.
Una mañana, el patrón de la mueblería se quedó estupefacto mientras leía el diario:
-¡Che muchachos, miren! ¿Este no es Alberto? –dijo en voz alta.
Todos en el taller dejaron lo que estaban haciendo y fueron a ver de qué se trataba. La imagen de Alberto, ensamblando una guitarra, estaba en primera plana, y abajo decía: “Hay un luthier en Posadas. Vino desde el Paraguay a desplegar su arte…el pequeño taller está ubicado en el barrio Palomar…su trabajo, despierta la admiración de los músicos locales”. Nadie lo podía creer. De inmediato, supieron qué hacía aquel muchacho luego del trabajo en la mueblería, y por qué no tenía tiempo para nada. Lo felicitaron sorprendidos.
Después de tanto sufrimiento, toda la voluntad y la perseverancia habían dado sus frutos. Alberto Chávez logró construir un tallercito propio, en su propia casa. La cosa comenzó a andar y empezaron a venir interesados de toda la provincia para comprar sus guitarras. Despuntaba el año 1970 y su anhelo comenzaba a tomar forma.
Alberto Chávez
El auge Rápidamente, Alberto Chávez logró el reconocimiento del ambiente cultural misionero. Los músicos de la región empezaron a hacerse eco de la noticia y a concurrir al taller. Precisaban que Alberto les confeccionara los instrumentos. También lo visitaban por cuestiones de refacción.
De a poco fue agrandando el taller y la casa; compraba herramientas, todo tipo de maderas y demás materiales. A medida que mejoraba la situación económica, mejoraban las condiciones para acrecentar la fabricación y la comercialización de los instrumentos. En cuanto necesitó ayuda en la mano de obra, fue al Paraguay en busca de uno de sus tíos.
Algunos músicos del Paraguay se enteraron de que un Chávez estaba haciendo guitarras y arpas de nuevo. Esto los estimulaba a venir desde allá a corroborar el dato. Así, la demanda de los clientes era cada vez más amplia y las cosas se fueron activando al fin.
Alberto conoció a su mujer, Elsa Antonia, y se casó. Con ella tuvo tres hijos: Luís Alberto, Julio Cesar y Walter Omar. Con el correr del tiempo, estos también fueron aprendiendo los secretos de la Luthiería, tal como Alberto lo había hecho de su abuelo y padre.
Con el tiempo, entabló relación de amistad con los mejores músicos del litoral. Artistas como Jorge Cardozo, Lucas Braulio Areco, o Ramón Ayala mandaban a confeccionar sus guitarras en “Casa Chávez”. Por ejemplo, en una ocasión lo visitó Ramón Ayala para pedirle que le construyera una guitarra especial. Quería que Alberto hiciera una réplica de su guitarra española de diez cuerdas. Y así lo hizo. Ramón quedó encantado: superaba en calidad y sonido al instrumento que había traído de España.
En otra oportunidad lo visitó Lucas Braulio Areco. Había escuchado hablar de un luthier en Posadas y quería probar la aptitud de su trabajo. Apenas probó una de las guitarras quedó maravillado. Alberto cuenta que aquél día Areco le pidió que tocara un arpegio, mientras él iría a la vereda de enfrente para corroborar si se oía bien desde cierta distancia. Probaron una vez, dos veces y Areco cruzó de nuevo la calle Pedro Méndez y felicitó a Chávez. Había pasado lejos la prueba.
Foto de la década del ochenta con dos de sus más ilustres clientes: Lucas Braulio Areco y Jorge Cardozo
Luego, empezaron a venir pedidos de todo el país: Buenos Aires, Santa Fe, Santa Cruz, Córdoba, Tierra del Fuego. Inclusive, sus guitarras se esparcieron hasta Europa.
La “Casa Chávez” es quizás uno de los templos de la cultura ciudadana. Allí se construye la gran mayoría de las guitarras criollas que hay en la ciudad. En cada casa de familia hay una guitarra Chávez. Y eso no es obra de la casualidad.
Luis Alberto, hijo mayor de don Chávez, en pleno trabajo artesanal.
Hoy, con 71 años, Aberto Chávez es un artesano de renombre, que ha luchado incansablemente para reconstruir su vida de acuerdo a sus valores y su cultura. A pesar del arduo trayecto, pudo levantar su propio taller, formar una familia, y conservar el arte que le transfirieron sus antecesores.
Sus hijos son la cuarta generación de luthiers de la familia, por lo que la tradición artesanal continúa más fortalecida que nunca.
Diego Cayetano Andrusyzyn
exclusivo para www.corrientechamame.com(Fotos: www.casachavez.com)